25 dic 2018

EL NACIMIENTO, según la V. S. de Dios, Sor María de Jesús de Ágreda


EL NACIMIENTO, según la V. S. de Dios, Sor María de Jesús de Ágreda


(Extracto de la obra MÍSTICA CIUDAD DE DIOS)




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Contenido:


Como fue elegido el lugar de nacimiento

El primer templo de la luz y casa del verdadero Sol de Justicia

Entraron María Santísima y San José en este lugar con el resplandor que despedían los diez mil Ángeles que los acompañaban

La milicia celestial guarda­ban a su Reina y Señora, se ordenaron en forma de escuadrones, como quien hacía cuerpo de guardia en el palacio real

Sobre como San José y los Santos Ángeles prepararon el lugar

San José visitado del Espíritu divino y sintió una fuerza suaví­sima y extraordinaria con que fue arrebatado y elevado en un éxta­sis altísimo
María Virgen, éxtasis, visión de la Santísima Trinidad y del Misterio de la Unión Hipostática

El misterioso alumbramiento de Aquel Que Es La Luz

Que naciera el niño dejando virgen a la Madre

Los Arcángeles San Miguel y San Gabriel llevan a sus manos desde su virginal vientre

Diálogos entre la Virgen, la Santísima Trinidad y criaturas

Y sin bajarlo de sus brazos, sirvió de altar y de sagrario donde los diez mil Ángeles en forma humana adoraron a su Criador hecho hombre


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Como fue elegido el lugar de nacimiento


463. Eran las nueve de la noche cuando el fidelísimo San José lleno de amargura e íntimo dolor se volvió a su esposa prudentísima, y la dijo:
 Señora mía dulcísima, mi corazón desfallece de dolor en esta ocasión viendo que no puedo acomodaros, no sólo como vos lo me­recéis y mi afecto lo deseaba, pero ningún abrigo ni descanso, que raras veces o nunca se le niega al más pobre y despreciado del mundo. Misterio sin duda tiene esta permisión del cielo, que no se muevan los corazones de los hombres a recibirnos en sus casas. Acuerdóme, Señora, que fuera de los muros de la ciudad está una cueva que suele servir de albergue a los pastores y a su ganado. Lleguémonos allá, que si por dicha está desocupada, allí tendréis del cielo algún amparo cuando nos falta de la tierra.
—Respondióle la prudentísima Virgen:
 Esposo y señor mío, no se aflija vuestro piadosísimo corazón, porque no se ejecutan los deseos ardentísimos que produce el afecto que tenéis al Señor. Y pues le tengo en mis entrañas, por él mismo os suplico que le demos gracias por lo que así dispone. El lugar que me decís será muy a propósito para mi deseo. Conviértanse vuestras lágrimas en gozo con el amor y pose­sión de la pobreza, que es el tesoro rico e inestimable de mi Hijo santísimo. Este viene a buscar desde los cielos, preparémosele con júbilo del alma, que no tiene la mía otro consuelo, y vea yo que me le dais en esto. Vamos contentos a donde el Señor nos guía.
—Enca­minaron para allá los Santos Ángeles a los divinos esposos, sirvién­doles de lucidísimas antorchas, y llegando al portal o cueva, la halla­ron desocupada y sola. Y llenos de celestial consuelo, por este bene­ficio alabaron al Señor, y sucedió lo que diré en el capítulo si­guiente.


CAPITULO 10 Nace Cristo nuestro bien de María Virgen en Belén de Judea.


El primer templo de la luz y casa del verdadero Sol de Justicia


468. El palacio que tenía prevenido el supremo Rey de los reyes y Señor de los señores para hospedar en el mundo a su eterno Hijo humanado para los hombres, era la más pobre y humilde choza o cueva, a donde María santísima y San José se retiraron despedidos de los hospicios y piedad natural de los mismos hombres, como queda dicho en el capítulo pasado. Era este lugar tan despreciado y con­tentible, que con estar la ciudad de Belén tan llena de forasteros que faltaban posadas en que habitar, con todo eso nadie se dignó de ocuparle ni bajar a él, porque era cierto no les competía ni les venía bien sino a los maestros de la humildad y pobreza, Cristo nuestro bien y su purísima Madre. Y por este medio les reservó para ellos la sabiduría del eterno Padre, consagrándole con los adornos de des­nudez, soledad y pobreza por el primer templo de la luz y casa del verdadero Sol de Justicia (Mt 5, 48), que para los rectos de corazón había de nacer de la candidísima aurora María, en medio de las tinieblas de la noche —símbolo de las del pecado— que ocupaban todo el mundo.


Entraron María Santísima y San José en este lugar con el resplandor que despedían los diez mil Ángeles que los acompañaban


469.    Entraron María santísima y San José en este prevenido hospi­cio, y con el resplandor que despedían los diez mil Ángeles que los acompañaban pudieron fácilmente reconocerle pobre y solo, como lo deseaban,  con gran consuelo y lágrimas  de alegría.  Luego  los dos santos peregrinos hincados de rodillas alabaron al Señor y le dieron gracias por aquel beneficio, que no ignoraban era dispuesto por los ocultos juicios de la eterna Sabiduría. De este gran sacra­mento estuvo más capaz la divina princesa María, porque en san­tificando  con  sus  plantas  aquella  felicísima  cuevecica,  sintió  una plenitud de júbilo interior que la elevó y vivificó toda, y pidió al Señor pagase con liberal mano a todos los vecinos de la ciudad que, despidiéndola de sus casas, la habían ocasionado tanto bien como en aquella humildísima choza la esperaba. Era toda de unos peñas­cos naturales y toscos, sin género de curiosidad ni artificio y tal que los hombres la juzgaron por conveniente para solo albergue de animales,  pero el eterno  Padre  la  tenía  destinada para abrigo  y habitación de su mismo Hijo.


La milicia celestial guarda­ban a su Reina y Señora, se ordenaron en forma de escuadrones, como quien hacía cuerpo de guardia en el palacio real


470.    Los espíritus angélicos, que como milicia celestial guarda­ban a su Reina y Señora, se ordenaron en forma de escuadrones, como quien hacía cuerpo de guardia en el palacio real. Y en la forma corpórea y humana que tenían, se le manifestaban también al santo esposo José, que en aquella ocasión era conveniente gozase de este favor, así por aliviar su pena, viendo tan adornado y hermoso aquel pobre hospicio con las riquezas del cielo, como para aliviar y ani­mar su corazón y levantarle más para los sucesos que prevenía el Señor aquella noche y en tan despreciado lugar. La gran Reina y Emperatriz del cielo, que ya estaba informada del misterio que se había de celebrar, determinó limpiar con sus manos aquella cueva que luego había de servir de trono real y propiciatorio sagrado, por­que ni a ella le faltase ejercicio de humildad, ni a su Hijo unigénito aquel culto y reverencia que era el que en tal ocasión podía preve­nirle por adorno de su templo.


Sobre como San José y los Santos Ángeles prepararon el lugar


471.    El santo esposo José, atento a la majestad de su divina esposa, que ella parece olvidaba en presencia de la humildad, la suplicó no le quitase a él aquel oficio que entonces le tocaba y, adelantándose, comenzó a limpiar el suelo y rincones de la cueva, aunque no por eso dejó de hacerlo juntamente con él la humilde Señora.  Y  porque  estando  los  Santos  Ángeles   en   forma  humana visible —parece que, a nuestro entender, se hallaran corridos a vista de tan devota porfía y de la humildad de su Reina—, luego con emulación santa ayudaron a este ejercicio o, por mejor decir, en brevísimo espacio limpiaron y despejaron toda aquella caverna, dejándola aliñada y llena de fragancia. San José encendió fuego con el aderezo que para ello traía, y porque el frío era grande, se llega­ron a él para recibir algún alivio, y del pobre sustento que llevaban comieron o cenaron con incomparable alegría de sus almas; aunque la Reina del cielo y tierra con la vecina hora de su divino parto estaba tan absorta y abstraída en el misterio, que nada comiera si no mediara la obediencia de su esposo.


San José visitado del Espíritu divino y sintió una fuerza suaví­sima y extraordinaria con que fue arrebatado y elevado en un éxta­sis altísimo


472.    Dieron gracias al Señor, como acostumbraban, después de haber comido; y deteniéndose un breve espacio en esto y en confe­rir los misterios del Verbo humanado, la prudentísima Virgen reco­nocía se le llegaba el parto felicísimo. Rogó a su esposo San José se recogiese a descansar y dormir un poco, porque ya la noche corría muy adelante. Obedeció el varón divino a su esposa y la pidió que también ella hiciese lo  mismo,  y para  esto  aliñó  y previno  con las ropas que traían un pesebre algo ancho, que estaba en el suelo de la cueva para servicio  de  los animales  que  en  ella  recogían. Y dejando a María santísima acomodada en este tálamo, se retiró el santo José a un rincón del portal, donde se puso en oración. Fue luego visitado del Espíritu divino y sintió una fuerza suaví­sima y extraordinaria con que fue arrebatado y elevado en un éxta­sis altísimo, se le mostró todo lo que sucedió aquella noche en la cueva dichosa; porque no volvió a sus sentidos hasta que le llamó la divina esposa. Y este fue el sueño que allí recibió José, más alto y más feliz que el de Adán en el paraíso (Gen 2, 21).


María Virgen, éxtasis, visión de la Santísima Trinidad y del Misterio de la Unión Hipostática


473.    En el lugar que estaba la Reina de las  criaturas  fue al mismo tiempo, movida de un fuerte llamamiento del Altísimo con eficaz y dulce transformación que la levantó sobre todo lo criado y sintió nuevos efectos del poder divino, porque fue este éxtasis de los más raros y admirables de su vida santísima. Luego fue levan­tándose más con nuevos lumines y cualidades que la dio el Altí­simo, de los que en otras ocasiones he declarado, para llegar a la visión clara de la divinidad. Con estas disposiciones  se le corrió la cortina y vio intuitivamente al mismo Dios con tanta gloria y plenitud de ciencia, que todo entendimiento angélico y humano ni lo puede explicar, ni adecuadamente entender. Renovóse en ella la noticia de los misterios de la divinidad y humanidad santísima de su Hijo, que en otras visiones se le había dado, y de nuevo se le manifestaron otros secretos encerrados en aquel archivo inexhausto del divino pecho. Y yo no tengo bastantes, capaces y adecuados tér­minos ni palabras para manifestar lo que de estos sacramentos he conocido con la luz divina; que su abundancia y fecundidad me hace pobre de razones.

474.    Declaróle el Altísimo a su Madre Virgen cómo era tiempo de salir al mundo de su virginal tálamo, y el modo cómo esto había de ser cumplido y ejecutado. Y conoció la prudentísima Señora en esta visión las razones y fines altísimos de tan admirables obras y sacramentos, así de parte del mismo Señor, como de lo que to­caba a las criaturas, para quien se ordenaban inmediatamente. Postróse ante el trono real de la divinidad y, dándole gloria y magni­ficencia, gracias y alabanzas por sí y las que todas las criaturas le debían por tan inefable misericordia y dignación de su inmenso amor, pidió a Su Majestad nueva luz y gracia para obrar digna­mente  en  el  servicio,  obsequio,  educación  del  Verbo  humanado, que había de recibir en sus brazos y alimentar con su virginal leche. Ésta  petición  hizo  la  divina  Madre   con  humildad  profundísima, como quien entendía la alteza de tan nuevo sacramento, cual era el criar y tratar como madre a Dios hecho hombre, y porque se juzgaba indigna de tal oficio, para cuyo cumplimiento los supremos serafines eran insuficientes.  Prudente y humildemente  lo  pensaba y pesaba la Madre de la sabiduría (Eclo 24, 24), y porque se humilló hasta el polvo y se deshizo toda en presencia del Altísimo, la levantó Su Majestad y de nuevo la dio título de Madre suya, y la mandó que como Madre legítima y verdadera ejercitase este oficio y ministerio:  que le tra­tase como a Hijo del eterno Padre y juntamente Hijo de sus entra­ñas. Y todo se le pudo fiar a tal Madre, en que encierro todo lo que no puedo explicar con más palabras.


El misterioso alumbramiento de Aquel Que Es La Luz


475.    Estuvo  María  santísima  en  este  rapto  y  visión  beatífica más de una hora inmediata a su divino parto; y al mismo tiempo que salía de ella y volvía en sus sentidos, reconoció y vio que el cuerpo del niño Dios se movía en su virginal vientre, soltándose y despidiéndose de aquel natural lugar donde había estado nueve me­ses, y se encaminaba a salir de aquel sagrado tálamo. Este movi­miento del niño no sólo no causó en la Virgen Madre dolor y pena, como sucede a las demás hijas de Adán y Eva en sus partos, pero antes la renovó toda en júbilo y alegría incomparable, causando en su alma y cuerpo virgíneo  efectos tan  divinos y levantados,  que sobrepujan y exceden a todo pensamiento criado. Quedó en el cuer­po tan espiritualizada,  tan hermosa y refulgente,  que no  parecía criatura humana y terrena:   el rostro despedía rayos de luz como un sol entre color encarnado bellísimo, el semblante gravísimo con admirable majestad y el afecto inflamado y fervoroso. Estaba puesta de rodillas en el pesebre, los ojos levantados al cielo, las manos juntas y llegadas al pecho, el  espíritu elevado en la divinidad y toda ella deificada. Y con esta disposición, en el término de aquel divino rapto, dio al mundo la eminentísima Señora al Unigénito del Padre y suyo (Lc 2, 7) y nuestro Salvador Jesús, Dios y hombre verdadero, a la hora de media noche, día de domingo, y el año de la creación del mundo, que la Iglesia romana enseña, de cinco mil ciento noventa y nueve; que esta cuenta se me ha declarado es la cierta y verdadera.

477.    En el término de la visión beatífica y rapto de la Madre siempre Virgen, que dejo declarado (Cf. supra n. 473), nació de ella el Sol de Justi­cia, Hijo del eterno Padre y suyo, limpio, hermosísimo, refulgente y puro, dejándola en su virginal entereza y pureza más divinizada y consagrada; porque no dividió, sino que penetró el virginal claus­tro, como los rayos del sol, que sin herir la vidriera cristalina, la penetra y deja más hermosa y refulgente. Y antes de explicar el modo milagroso como esto se ejecutó, digo que nació el niño Dios solo y puro, sin aquella túnica que llaman secundina en la que na­cen comúnmente enredados los  otros  niños y están  envueltos en ella en los vientres de sus madres. Y no me detengo en declarar la causa de donde pudo nacer y originarse el error que se ha introdu­cido de lo contrario.


Que naciera el niño dejando virgen a la Madre


 Basta saber y suponer que en la generación del Verbo humanado y en  su nacimiento,  el brazo  poderoso  del Altísimo tomó y eligió de la naturaleza todo aquello que pertenecía a la verdad y sustancia de la generación humana, para que el Verbo hecho   hombre   verdadero,   verdaderamente   se   llamase   concebido, engendrado y nacido como hijo de la sustancia de su Madre siem­pre Virgen. Pero en las demás condiciones que no son de esencia, sino accidentales a la generación y natividad, no sólo se han de apartar de Cristo Señor nuestro y de su Madre santísima las que tienen relación y dependencia de la culpa original o actual, pero otras muchas que no  derogan a la sustancia  de la generación  o nacimiento y en los mismos  términos  de la naturaleza contienen alguna impuridad o superfluidad no necesaria para que la  Reina del cielo  se llame  Madre verdadera y  Cristo  Señor nuestro hijo suyo y que nació de ella. Porque ni estos efectos del pecado o natu­raleza eran necesarios para la verdad de la humanidad santísima, ni tampoco para el oficio de Redentor o Maestro; y lo que no fue necesario para estos tres fines, y por otra parte redundaba en ma­yor excelencia de Cristo y de su Madre santísimos, ¿no se ha de negar a entrambos? Ni los milagros que para ello fueron necesarios se han de recatear con el Autor de la naturaleza y gracia y con la que fue su digna Madre, prevenida, adornada y siempre favorecida y hermoseada; que la divina diestra en todos tiempos la estuvo enriqueciendo de gracias y dones y se extendió con su poder a todo lo que en pura criatura fue posible.

478.    Conforme a esta verdad, no derogaba a la razón de madre verdadera que fuese virgen en concebir y parir por obra del Espí­ritu Santo, quedando siempre virgen. Y aunque sin culpa suya pu­diera perder este privilegio la naturaleza, pero faltárale a la divina Madre tan rara y singular excelencia; y porque no estuviese y care­ciese de ella, se la concedió el poder de su Hijo santísimo. También pudiera nacer el niño Dios con aquella túnica o piel que los de­más, pero esto no era necesario para nacer como hijo de su legí­tima Madre, y por esto no la sacó consigo del vientre virginal y materno, como tampoco pagó a la naturaleza este parto otras pen­siones y tributos de menos pureza que contribuyen los demás por el orden común de nacer. El Verbo humanado no era justo que pasase por las leyes comunes de los hijos de Adán, antes era como consiguiente  al milagroso modo  de nacer,  que  fuese  privilegiado y libre de todo lo que pudiera ser materia de corrupción o menos limpieza;   y  aquella  túnica  secundina  no   se  había  de  corromper fuera del virginal vientre, por haber estado tan contigua o continua con su cuerpo santísimo y ser parte de la sangre y sustancia ma­terna; ni tampoco era conveniente guardarla y conservarla, ni que la tocasen a ella las condiciones y privilegios que se le comunican al divino cuerpo, para salir penetrando el de su Madre santísima, como diré luego. Y el milagro con que se había de disponer de esta piel sagrada, si saliera del vientre, se pudo obrar mejor quedán­dose en él, sin salir fuera.

479.    Nació, pues, el niño Dios  del  tálamo virginal  solo y  sin otra cosa material o corporal que le acompañase, pero salió glo­rioso y transfigurado; porque la divinidad y sabiduría infinita dis­puso y ordenó que la gloria del alma santísima redundase y se co­municase al cuerpo del niño Dios al tiempo del nacer, participando los dotes de gloria, como sucedió después en el Tabor (Mt 17, 2) en presencia de los tres Apóstoles. Y no fue necesaria esta maravilla para pe­netrar el claustro virginal y dejarle ileso en su virginal integridad, porque  sin   estos   dotes  pudiera  Dios   hacer  otros   milagros:   que naciera el niño dejando virgen a la Madre, como lo dicen los doc­tores santos (S. Tomás, Summa, III, q. 28 a. 2 ad 2) que no conocieron otro misterio en esta natividad. Pero la voluntad divina fue que la beatísima Madre viese a su Hijo hombre-Dios la primera vez glorioso en el cuerpo para dos fines: el uno, que con la vista  de  aquel objeto divino  la prudentísima Madre concibiese la reverencia altísima con que había de tratar a su Hijo, Dios y hombre verdadero; y aunque antes había sido infor­mada de esto, con todo eso ordenó el Señor que por este medio como experimental se la infundiese nueva gracia, correspondiente a la experiencia que tomaba de la divina excelencia de su dulcísimo Hijo y de su majestad y grandeza; el segundo fin de esta maravilla fue como premio de la fidelidad y santidad de la divina Madre, para que sus ojos purísimos y castísimos, que a todo lo terreno se habían cerrado por el amor de su Hijo santísimo, le viesen luego en naciendo con tanta gloria y recibiesen aquel gozo y premio de su lealtad y fineza.


Los Arcángeles San Miguel y San Gabriel llevan a sus manos desde su virginal vientre


480.    El sagrado Evangelista San Lucas dice (Lc 2, 7) que la Madre Vir­gen, habiendo parido a su Hijo primogénito, le envolvió en paños y le reclinó en un pesebre. Y no declara quién le llevó a sus manos desde su virginal vientre, porque esto no pertenecía a su intento. Pero fueron ministros de esta acción los dos príncipes soberanos San Miguel y San Gabriel, que como asistían en forma humana cor­pórea al misterio, al punto que el Verbo humanado, penetrándose con su virtud por el tálamo virginal, salió a luz, en debida distancia le recibieron en sus manos con incomparable reverencia, y al modo que el Sacerdote propone al pueblo la Sagrada Hostia para que la adore,  así  estos  dos  celestiales  ministros  presentaron  a  los  ojos de la divina Madre a su Hijo glorioso y refulgente. Todo esto suce­dió en breve espacio. Y al punto que los santos Ángeles presentaron al niño Dios a su Madre, recíprocamente se miraron Hijo y Madre santísimos, hiriendo ella el corazón del dulce niño y quedando jun­tamente llevada y transformada en él.


Diálogos entre la Virgen, la Santísima Trinidad y criaturas


 Y desde las manos de los dos santos príncipes habló el Príncipe celestial a su feliz Madre, y la dijo:
 Madre, asimílate a mí, que por el ser humano que me has  dado  quiero desde hoy darte otro  nuevo  ser de  gracia  más levantado, que siendo de pura criatura se asimile al mío, que soy Dios y hombre por imitación perfecta.
—Respondió la prudentísima Madre:
   Trahe me post te, in odorem unguentorum tuorum curremos (Cant 1, 3). Llévame, Señor, tras de ti y correremos en el olor de tus ungüentos.
—Aquí  se  cumplieron  muchos  de  los  ocultos  misterios de los Cantares; y entre el niño Dios y su Madre Virgen pasaron otros de los divinos coloquios que allí se refieren, como:
 Mi amado para mí y yo para él (Cant 2,16), y se convierte para mí (Cant 7, 10). Atiende qué her­mosa eres, amiga mía, y tus ojos son de paloma. Atiende qué her­moso  eres,  dilecto  mío  (Cant 1, 14-15);  y otros  muchos  sacramentos   que  para referirlos sería necesario dilatar más de lo que es necesario este capítulo.

481.    Con las palabras que oyó María santísima de la boca de su Hijo dilectísimo juntamente la fueron patentes  los actos  inte­riores de su alma santísima unida a la divinidad, para que imitán­dolos se asimilase a él. Y este beneficio fue el mayor que recibió la fidelísima y dichosa Madre de su Hijo, hombre y Dios verdadero no sólo porque desde aquella hora fue continuo por toda su vida, pero porque fue el ejemplar vivo de donde ella copió la suya, con toda la similitud posible entre la que era pura criatura y Cristo hombre y Dios verdadero. Al mismo tiempo conoció y sintió la di­vina Señora la presencia de la Santísima Trinidad, y oyó la voz del Padre eterno que decía:
 Este es mi Hijo amado, en quien recibo grande agrado y complacencia (Mt 17, 5).
—Y la prudentísima Madre, divi­nizada toda entre tan encumbrados sacramentos, respondió y dijo:
 Eterno Padre y Dios altísimo, Señor y Criador del universo, dadme de nuevo vuestra licencia y bendición para que con ella reciba en mis brazos al deseado de las gentes (Ag 2, 8), y enseñadme a cumplir en el ministerio de madre indigna y de esclava fiel vuestra divina vo­luntad.
—Oyó luego una voz que le decía:
 Recibe a tu unigénito Hijo, imítale, críale y advierte que me lo has de sacrificar cuando yo te le pida. Aliméntale como madre y reverencíale como a tu verdadero Dios.
—Respondió la divina Madre:
Aquí está la hechura de vuestras divinas manos, adornadme de vuestra gracia para que vuestro Hijo y mi Dios me admita por su esclava; y dándome la suficiencia de vuestro gran poder, yo acierte en su servicio, y no sea atrevimiento que la humilde criatura tenga en sus manos y ali­mente con su leche a su mismo Señor y Criador.

482. Acabados estos coloquios tan llenos de divinos misterios, el niño Dios suspendió el milagro o volvió a continuar el que sus­pendía los dotes y gloria de su cuerpo santísimo, quedando repre­sada sólo en el alma, y se mostró sin ellos en su ser natural y pa­sible. Y en este estado le vio también su Madre purísima, y con profunda humildad y reverencia, adorándole en la postura que ella estaba de rodillas, le recibió de manos de los Santos Ángeles que le tenían. Y cuando le vio en las suyas, le habló y le dijo:
Dulcísimo amor mío, lumbre de mis ojos y ser de mi alma, venid en hora buena al mundo, Sol de Justicia (Mal 4, 2), para desterrar las tinieblas del pecado y de la muerte. Dios verdadero de Dios verdadero, redimid a vuestros siervos, y vea toda carne a quien le trae la salud (Is 52, 10). Recibid para vuestro obsequio a vuestra esclava y suplid mi insu­ficiencia para serviros. Hacedme, Hijo mío, tal como queréis que sea con vos.
—Luego se convirtió la prudentísima Madre a ofrecer su Unigénito al eterno Padre, y dijo:
 Altísimo Criador de todo el universo, aquí está el altar y el sacrificio aceptable a vuestros ojos. Desde esta hora, Señor mío, mirad al linaje humano con misericor­dia, y cuando merezcamos vuestra indignación, tiempo es de que se aplaque con vuestro Hijo y mío. Descanse ya la justicia, y magnifíquese vuestra misericordia, pues para esto se ha vestido el Verbo divino la similitud de la carne del pecado (Rom 8, 3) y se ha hecho hermano de los mortales y pecadores. Por este título los reconozco por hijos y pido con lo íntimo de mi corazón por ellos. Vos, Señor poderoso, me habéis hecho Madre de vuestro Unigénito sin merecerlo, porque esta dignidad es sobre todos merecimientos de criaturas, pero debo a los hombres en parte la ocasión que han dado a mi incomparable dicha, pues por ellos soy Madre del Verbo humanado pasible y Redentor de todos. No les negaré mi amor, mi cuidado y desvelo para su remedio. Recibid, eterno Dios, mis deseos y peticiones para lo que es de vuestro mismo agrado y voluntad.

483.    Convirtióse también la Madre de Misericordia a todos los mortales, y hablando con ellos dijo:
  Consuélense los afligidos, alé­grense   los  desconsolados,  levántense   los   caídos,  pacifíquense   los turbados, resuciten los  muertos, letifíquense los justos, alégrense los santos, reciban nuevo júbilo los espíritus celestiales, alíviense los profetas y patriarcas del limbo y todas las generaciones alaben y magnifiquen al Señor que renovó sus maravillas. Venid, venid, po­bres;  llegad, párvulos, sin temor, que en mis manos tengo hecho cordero manso al que se llama león; al poderoso, flaco; al inven­cible, rendido. Venid por la vida, llegad por la salud, acercaos por el descanso eterno, que para todos le tengo y se os dará de balde y le comunicaré sin envidia. No queráis ser tardos y pesados de corazón, oh hijos de los hombres. Y vos, dulce bien de mi alma, dadme  licencia para  que reciba de vos  aquel  deseado  ósculo  de todas las criaturas.
 — Con esto la felicísima Madre aplicó sus divi­nos y castísimos labios a las caricias tiernas y amorosas del niño Dios, que las esperaba como Hijo suyo verdadero.


Y sin bajarlo de sus brazos, sirvió de altar y de sagrario donde los diez mil Ángeles en forma humana adoraron a su Criador hecho hombre


484.    Y sin dejarle de sus brazos, sirvió de altar y de sagrario donde los diez mil Ángeles en forma humana adoraron a su Criador hecho hombre. Y como la beatísima Trinidad asistía con especial modo al nacimiento del Verbo encarnado, quedó el cielo como desierto  de  sus  moradores,  porque  toda  aquella  corte   invisible   se trasladó a la feliz cueva de Belén y adoró también a su Criador en hábito nuevo y peregrino. Y en su alabanza entonaron los Santos Ángeles aquel nuevo cántico:
 Gloria in excelsis Deo, et in terra pax hominibus bonae voluntatis
 (Lc 2, 14).  Y con dulcísima y  sonora  armonía le repitieron, admirados de las nuevas maravillas que veían puestas en ejecución y de la indecible prudencia, gracia, humildad y hermo­sura de una doncella tierna de quince años, depositaría y ministra digna de tales y tantos sacramentos.



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