PRESENTACIÓN DE JESÚS EN EL TEMPLO Y
PURIFICACIÓN DE MARÍA VIRGEN
(Extracto de la obra “Mística
Ciudad de Dios”, de la Venerable Sirva de Dios Sor María de Jesús de Ágreda).
CAPITULO
20
De
la presentación del infante Jesús en el templo y lo que sucedió en ella.
596. No sólo por virtud de la creación era la
humanidad santísima de Cristo propia del eterno Padre, como las demás
criaturas, pero por especial modo y derecho le pertenecía también por virtud de
la unión hipostática con la persona del Verbo, que era engendrada de su misma
sustancia, como Hijo unigénito y verdadero Dios de Dios verdadero; pero con
todo eso determinó el Padre que le fuese presentado su Hijo en el templo, así
por el misterio como por el cumplimiento de su santa ley, cuyo fin era Cristo
nuestro Señor (Rom 10, 4), pues por esto fue ordenado que los judíos
santificasen y ofreciesen todos sus primogénitos (Ex 13, 2), esperando siempre
al que lo había de ser del eterno Padre y de su Madre santísima; y en esto, a
nuestro modo de entender, se hubo Su Majestad como sucede entre los hombres,
que gustan se les trate y repita alguna cosa de que tienen agrado y
complacencia, pues aunque todo lo conocía y sabía el Padre con infinita
sabiduría tenía gusto en la ofrenda del Verbo humanado que por tantos títulos
era suyo.
597. Esta voluntad del eterno Padre, que era la
misma de su Hijo santísimo en cuanto un Dios, conocía la Madre de la vida y también
la de la humanidad de su Unigénito, cuya alma y operaciones miraba conforme en
todo con la voluntad del Padre; y con esta ciencia pasó en coloquios divinos
la gran Princesa aquella noche que llegaron a Jerusalén antes de la
presentación, y hablando con el Padre decía: Señor y Dios altísimo, Padre de mi
Señor, festivo día será éste para el cielo y tierra, en que os ofrezco y traigo
a vuestro santo templo la hostia viva, que es el tesoro de vuestra misma divinidad;
rica es, Señor y Dios mío, esta oblación, y bien podéis por ella franquear
vuestras misericordias al linaje humano, perdonando a los pecadores que
torcieron los caminos rectos, consolando a los tristes, socorriendo a los
necesitados, enriqueciendo a los pobres, favoreciendo a los desvalidos,
alumbrando a los ciegos y encaminando a los errados; esto es, Señor mío, lo
que yo os pido, ofreciéndoos a vuestro Unigénito y también es Hijo mío por
vuestra dignación y clemencia; y si me le habéis dado Dios, yo os le presento
Dios y Hombre juntamente, y lo que vale es infinito y menos lo que pido; rica
vuelvo a vuestro santo templo de donde salí pobre y mi alma os magnificará
eternamente, porque tan liberal y poderosa se mostró conmigo vuestra diestra
divina.
598. Llegada la mañana, para que en los brazos
de la purísima alba saliese el sol del cielo a vista del mundo, la divina
Señora, prevenidas las tortolillas y dos velas, aliñó al infante Jesús en sus
paños, y con el santo esposo José salieron de la posada para el templo.
Ordenóse la procesión y en ella iban los santos Ángeles que vinieron desde
Belén en la misma forma corpórea y hermosísima, como dije arriba (Cf. supra n.
589), pero en ésta añadieron los espíritus santísimos muchos cánticos
dulcísimos que le decían al niño Dios con armonía de suavísima y concertada
música, que sólo María purísima los percibió. Y a más de los diez mil que iban en
esta forma, descendieron del cielo otros innumerables y, juntos con los que
tenían la venera del santo nombre de Jesús, acompañaron al Verbo divino
humanado a esta presentación; y éstos iban incorpóreamente como ellos son, y la
divina Princesa sola los podía ver. Llegando a la puerta del templo, sintió la
felicísima Madre nuevos y altísimos efectos interiores de dulcísima devoción y
prosiguiendo hasta el lugar que llegaban las demás se inclinó y puesta de
rodillas adoró al Señor en espíritu y verdad en su santo templo y se presentó
ante su altísima y magnífica Majestad con su Hijo en los brazos. Luego se le
manifestó con visión intelectual la Santísima Trinidad y salió una voz del Padre,
oyéndola sola María purísima, que decía:
Este es mi amado Hijo, en el cual yo tengo mi agrado (Mt 17, 5). El
dichoso entre los varones, San José, sintió al mismo tiempo nueva conmoción de
suavidad del Espíritu Santo, que le llenó de gozo y luz divina.
599. El sumo sacerdote San Simeón, movido
también por el Espíritu Santo; como arriba se dijo, capítulo precedente (Cf.
supra n. 593), entró luego en el templo y encaminándose al lugar donde estaba
la Reina con su infante Jesús en los brazos vio a Hijo y Madre llenos de
resplandor y de gloria respectivamente. Era este Sacerdote lleno de años y en
todo venerable, y también lo era la profetisa Santa Ana, que, como dice el
evangelio (Lc 2, 25-38), vino allí a la misma hora y vio a la Madre con el Hijo
con admirable y divina luz. Llegaron llenos de júbilo celestial a la Reina del
cielo y el sacerdote recibió de sus manos al infante Jesús en sus palmas y
levantando los ojos al cielo le ofreció al eterno Padre y pronunció aquel
cántico lleno de misterios: Ahora, Señor, saca en paz de este mundo a tu
siervo, según tu promesa. Porque ya mis ojos han visto al Salvador que nos has
dado: al cual tienes destinado para que, expuesto a la vista de todos los
pueblos, sea luz brillante que ilumine a los gentiles, y gloria de tu pueblo de
Israel. (Lc 2, 25-38). Y fue como decir: Ahora, Señor, me soltarás y dejarás
ir libre y en paz, suelto de las cadenas de este mortal cuerpo, donde me
detenían las esperanzas de tu promesa y el deseo de ver a tu Unigénito hecho
carne; ya gozaré de paz segura y verdadera, pues han visto mis ojos a tu
Salvador, tu Hijo unigénito hecho hombre, unido con nuestra naturaleza, para
darle salvación eterna, destinada y decretada antes de los siglos en el
secreto de tu divina sabiduría y misericordia infinita; ya, Señor, le
preparaste y le pusiste delante de todos los mortales, sacándole a luz al mundo
para que todos le gocen, si todos le quieren, y tomar de él la salvación y la
luz que alumbrará a todo hombre en el universo; porque Él es la lumbre que se
ha de revelar a las gentes y para gloria de tu escogido pueblo de Israel.
600. Oyeron este cántico de San Simeón María
santísima y San José, admirándose de lo que decía y con tanto espíritu; y
llámales el Evangelista (Lc 2, 25-38) padres del Niño Dios, según la opinión
del pueblo, porque esto sucedió en público. Y San Simeón prosiguió diciéndole a
la Madre santísima del infante Jesús, a quien se convirtió con atención: Advertid,
Señora, que este niño está puesto para ruina y para salvación de muchos en
Israel y para señal o blanco de grandes contradicciones, y vuestra alma, suya
de él, traspasará un cuchillo, para que se
descubran los pensamientos
de muchos corazones.—Hasta aquí dijo San Simeón. Y como
Sacerdote dio la bendición a los felices padres del Niño. Y luego la profetisa
Santa Ana confesó al Verbo humanado y con luz del Espíritu divino habló de sus
misterios muchas cosas con los que esperaban la redención de Israel. Y con los
dos santos viejos quedó testificada en público la venida del Mesías a redimir
su pueblo.
601. Al mismo tiempo que el Sacerdote San Simeón
pronunciaba las palabras proféticas de la pasión y muerte del Señor, cifradas
en el nombre de cuchillo y señal de contradicción, el mismo Niño abajó la
cabeza, y con esta acción y muchos actos de obediencia interior aceptó la
profecía del Sacerdote, como sentencia del Eterno Padre declarada por su
ministro. Todo esto vio y conoció la amorosa Madre y con la inteligencia de
tan dolorosos misterios comenzó a sentir de presente la verdad de la profecía
de San Simeón, quedando herido desde luego el corazón con el cuchillo que la
amenazaba para adelante; porque le fue patente y como en un espejo claro se
propusieron a la vista interior todos los misterios que comprendía la profecía:
cómo su Hijo santísimo sería piedra de escándalo y ruina a los incrédulos y
vida para los fieles; la caída de la sinagoga y levantamiento de la Iglesia en
la gentilidad; el triunfo que ganaría de los demonios y de la muerte, pero que
le había de costar mucho y sería con la suya afrentosa y dolorosa de cruz; la
contradicción que el infante Jesús en sí mismo y en su Iglesia había de padecer
de los prescitos en tan grande multitud y número; y también la excelencia de
los predestinados. Todo lo conoció María santísima y entre gozo y dolor de su
alma purísima, elevada en actos perfectísimos por los misterios ocultísimos y
la profecía de Simeón, ejercitó eminentes operaciones y le quedó en la memoria,
sin olvidarlo jamás un solo punto, todo lo que conoció y vio con la luz divina
y por las palabras proféticas de Simeón; y con tal vivo dolor miraba a su Hijo
santísimo siempre, renovando la amargura que como Madre, y Madre de Hijo Dios
y hombre, sabía sola sentir dignamente lo que los hombres y criaturas humanas
y de corazones ingratos no sabemos sentir. El santo esposo José, cuando oyó
estas profecías, entendió también muchos de los misterios de la redención y
trabajos del dulcísimo Jesús, pero no se los manifestó el Señor tan copiosa y
expresamente como los conoció y penetró su divina esposa, porque había
diferentes razones y el Santo no lo había de ver todo en su vida.
602.
Acabado este acto, la gran Señora besó la mano al Sacerdote y le pidió de
nuevo la bendición, y lo mismo hizo con Santa Ana, su antigua maestra, porque
el ser Madre del mismo Dios y la mayor dignidad que ha habido ni habrá entre
todas las mujeres, Ángeles y hombres, no la impedían los actos de profunda
humildad. Y con esto se volvió a su posada, y con el Niño Dios, su esposo y la
compañía de los catorce mil Ángeles que la asistían, se compuso la procesión
y caminaron. Detúvose por su devoción, como abajo diré (Cf. infra n. 606ss),
algunos días en Jerusalén y en ellos habló con el Sacerdote algunas veces
misterios de la redención y profecías que le había dicho; y aunque las palabras
de la prudentísima Madre eran pocas, medidas y graves, como eran, tan ponderosas
y llenas de sabiduría, dejaron al Sacerdote admirado y con nuevos gozos y
efectos altísimos y dulcísimos en su alma; y lo mismo sucedió con la santa
profetisa Ana; y entrambos murieron en el Señor en breves días. En la posada
fueron hospedados por cuenta del Sacerdote; y los días que estuvo nuestra
Reina en ella frecuentaba el templo, y en él recibió nuevos favores y
consolaciones del dolor que le causaron las profecías del Sacerdote; y para
que le fuesen más dulces le habló su santísimo Hijo una vez, y la dijo: Madre
carísima y paloma mía, enjugad las lágrimas de vuestros ojos y dilatad vuestro
candido corazón, pues la voluntad de mi Padre es que yo reciba muerte de cruz.
Compañera mía quiere que seáis en mis trabajos y penas, y yo las quiero padecer
por las almas que son hechuras de mis manos a mi imagen y semejanza, para
llevarlas a mi reino triunfando de mis enemigos y que vivan conmigo
eternamente. Esto mismo es lo que vos deseáis conmigo.—Respondió la Madre: ¡Oh
dulcísimo amor mío e hijo de mis entrañas! Si el acompañaros fuera no sólo para
asistiros con la vista y compasión, sino para morir juntamente con vos, fuera
mayor alivio, porque será mayor dolor vivir yo viéndoos morir.—En estos
ejercicios y afectos amorosos y compasivos pasó algunos días, hasta que tuvo
San José el aviso de ir huyendo a Egipto, como diré en el capítulo siguiente.
Doctrina
que me dio la Reina María santísima.
603. Hija mía, el ejemplo y doctrina de lo que
has escrito te enseña la constancia y dilatación que has de procurar en tu
corazón, estando preparada para admitir lo
próspero y adverso,
lo dulce y amargo con igual
semblante. ¡Oh carísima, qué estrecho y
qué apocado es el corazón humano para recibir lo penoso y contrario a sus
terrenas inclinaciones! ¡Cómo se indigna con los trabajos! ¡Qué impaciente los
recibe! ¡Qué insufrible juzga todo lo
que se opone a su gusto! ¡Y cómo olvida que su Maestro y Señor los padeció primero
y los acreditó y santificó en sí mismo! Grande confusión y aun atrevimiento es que
aborrezcan los fieles el padecer después que mi Hijo santísimo padeció por
ellos, pues antes que muriera abrazaron muchos santos la cruz sólo con la
esperanza de que en ella padecería Cristo, aunque no lo vieron. Y si en todos
es tan fea esta mala correspondencia, pondera bien, carísima, cuánto lo sería
en ti, que tan ansiosa te muestras para alcanzar la amistad y gracia del
Altísimo y merecer el título de esposa y de amiga suya, ser toda para Él y que
Su Majestad sea para ti, y también los anhelos que tienes de ser mi discípula y
que yo sea tu maestra, seguirme e imitarme como hija fiel a su madre. Todo esto
no se ha de resolver en sólo afectos y decir muchas veces: Señor, Señor, y en llegando a la ocasión de
gustar el cáliz y la cruz de los trabajos contristarte, afligirte y huir de las
penas en que se ha de probar la verdad del corazón afectuoso y enamorado.
604. Todo esto sería negar con las obras lo que
protestas con las promesas y salir del camino de la vida eterna, porque no
puedes seguir a Cristo si no abrazas la cruz y te alegras con ella, ni tampoco
me hallarás a mí por otro camino. Si las criaturas te faltan, si la tentación
te amenaza, si la tribulación te aflige y los dolores de la muerte te cercaren
(Sal 17, 5), por ninguna de estas cosas te has de turbar ni te has de mostrar
cobarde, pues a mi Hijo santísimo y a mí nos desagrada tanto que impidas y
malogres su poderosa gracia para defenderte; si no, la desluces y la recibes en
vano y, a más de esto, darás al demonio gran triunfo, que se gloría mucho de
que ha turbado o rendido a la que se tiene por discípula de Cristo mi Señor y
mía, y comenzando a desfallecer en lo poco te vendrá a oprimir en lo mucho.
Confía, pues, de la protección del Altísimo y que corres por mi cuenta, y con
esta fe, cuando te llegare la tribulación, responde animosa: El Señor es mi
iluminación y mi salud, ¿a quién temeré? Es mi protector, ¿cómo ando fluctuando
(Sal 26, 1)? Tengo Madre, Maestra, Reina y Señora, que me amparará y cuidará de
mi aflicción.
605.
Con esta seguridad procura conservar la paz interior y no me pierdas de vista
para imitar mis obras y seguir mis pisadas. Advierte el dolor que traspasó mi
corazón con las profecías de San Simeón, y en esta pena estuve igual, sin
inmutarme, ni alteración alguna, aunque traspasada el alma y corazón de dolor.
De todo tomaba motivo para glorificar y reverenciar su admirable sabiduría. Si
los trabajos y penas transitorias se admiten con alegre y sereno corazón,
espiritualizan a la criatura, la elevan y la dan ciencia divina con que hace
digno aprecio del padecer y halla luego el consuelo y el fruto del desengaño y
mortificación de las pasiones. Esta es ciencia de la escuela del Redentor
escondida de los vivientes en Babilonia y amadores de la vanidad. Quiero también
que me imites en respetar a los Sacerdotes y ministros del Señor, que ahora
tienen mayor excelencia y dignidad que en la ley antigua después que el Verbo
divino se unió a la naturaleza humana y se hizo Sacerdote Eterno según el
orden de Melquisedec (Sal 109, 4). Oye su doctrina y enseñanza como dimanada
de Su Majestad, en cuyo lugar están; advierte la potestad y autoridad que les
da en el Evangelio, diciendo: Quien a vosotros oye, a mí oye; quien a vosotros
obedece, a mí obedece (Lc 10, 16). Ejecuta lo más santo, como te lo enseñarán;
y tu continua memoria sea en meditar lo que padeció mi Hijo santísimo, de tal
manera que sea tu alma participante de sus dolores y te engendre tal acedía y
amargura en los contentos terrenos, que todo lo visible pospongas y olvides
por seguir al Autor de la vida eterna.