29 sept 2018

29 de Septiembre, Fiesta de SAN GABRIEL ARCÁNGEL


29 de Septiembre, Fiesta de SAN GABRIEL ARCÁNGEL



¿Se acabó la Revelación Divina?, Sí y no. Se terminó la Revelación pública, pero no la Revelación privada, si Dios no pudiera revelarse, manifestarse, darse, entregarse, a sus hijos, sería una religión muerta como hay tantas en el mundo donde a Dios se lo trata como un obrador de prodigios en el pasado y un inútil espectador inerte en el presente incapaz de moverse, revelarse o manifestarse.

En la oración revela su Divina Presencia, es donde se manifiesta Vivo y Presente, si nos parece que se halla ausente o demasiado callado, es simplemente porque no oramos o lo hacemos mal, es porque no lo escuchamos ni lo queremos obedecer, Dios Vive, ¡Vive El Señor!, y por ello se manifiesta-revela a diario.




CAPITULO 10: Despacha la Beatísima Trinidad al Santo Arcángel Gabriel que anun­cie y evangelice a María Santísima cómo es elegida para Madre de Dios.


 Determinado estaba por infinitos siglos, pero escondido en el secreto pecho de la sabiduría eterna, el tiempo y hora conveniente en que oportunamente se había de manifestar en la carne el gran sacramento de piedad, justificado en el espíritu, predicado a los hombres, declarado a los ángeles y creído en el mundo (1 Tim., 3, 16).

 En esta plenitud de tiempo prefinito determinó el Altísimo enviar su Hijo unigénito al mundo, y confiriendo —a nuestro modo de entender y de hablar— los decretos de su eternidad con las pro­fecías y testificaciones hechas a los hombres desde el principio del mundo, y todo esto con el estado y santidad a que había levantado a María Santísima, juzgó convenía todo esto así para la exaltación de su santo nombre y que se manifestase a los Santos Ángeles la ejecución de esta su eterna voluntad y decreto y por ellos se comen­zase a poner por obra.

 Habló Su Majestad al Santo Arcángel Ga­briel con aquella voz o palabra que les intima su santa voluntad. A la insinuación de la voluntad Divina estuvo presto San Gabriel, como a los pies del trono, y atento al ser inmutable del Altísimo, y Su Majestad por sí le mandó y declaró la legacía que había de hacer a María Santísima y las mismas palabras con que la había de saludar y hablar; de manera que su primer autor fue el mismo Dios, que las formó en su mente Divina, y de allí pasaron al Santo Arcángel, y por él a María Purísima. Reveló junto con estas palabras el Señor muchos y ocultos sacramentos de la encarnación al Santo príncipe Gabriel, y la Santísima Trinidad le mandó fuese [y] anunciase a la divina doncella cómo la elegía entre las mujeres para que fuese Madre del Verbo Eterno y en su virginal vientre le concibiese por obra del Espíritu Santo, y ella quedando siempre virgen; y todo lo demás que el paraninfo divino había de manifestar y hablar con su gran Reina y Señora.

 Obedeciendo con especial gozo el soberano príncipe Gabriel al divino mandato, descendió del supremo cielo, acompañado de muchos millares de Ángeles hermosísimos que le seguían en forma visible.

 La de este gran príncipe y legado en como de un mancebo elegantísimo y de rara belleza: su rostro tenia refulgente y despedía muchos rayos de resplandor, su semblante grave y majestuoso, sus pasos medidos, las acciones compuestas, sus palabras ponderosas y eficaces y todo él representaba, entre severidad y agrado, mayor deidad que otros ángeles de los que había visto la divina Señora hasta entonces en aquella forma.

 Llevaba diadema de singular res­plandor y sus vestiduras rozagantes descubrían varios colores, pero todos refulgentes y muy brillantes, y en el pecho llevaba como en­gastada una cruz bellísima que descubría el misterio de la encarna­ción a que se encaminaba su embajada, y todas estas circunstancias solicitaron más la atención y afecto de la prudentísima Reina.

  La persona de esta divina Reina era dispuesta y de más al­tura que la común de aquella edad en otras mujeres,  pero muy elegante del cuerpo, con suma proporción y perfección:

  el rostro más largo que redondo, pero gracioso, y no flaco ni grueso, el color claro  y  tantito  moreno;   la  frente  espaciosa  con  proporción;   las cejas en arco perfectísimas; los ojos grandes y graves, con increíble e indecible hermosura y  columbino  agrado,  el  color  entre  negro y verde oscuro; la nariz seguida y perfecta; la boca pequeña y los labios colorados y sin extremo delgados ni gruesos; y toda ella en estos  dones de naturaleza  era  tan proporcionada y  hermosa  que ninguna otra criatura humana lo fue tanto. El mirarla causaba a un mismo   tiempo alegría y reverencia,   afición   y temor   reverencial; atraía el corazón y le detenía en una suave veneración; movía para alabarla y enmudecía su grandeza y muchas gracias y perfecciones; y causaba en todos los que advertían divinos efectos que no se pue­den fácilmente explicar; pero llenaba el corazón de celestiales influ­jos y movimientos divinos que encaminaban a Dios.

 Su vestidura era humilde, pobre y limpia, de color platea­do, oscuro o pardo que tiraba a color de ceniza, compuesto y aliñado sin curiosidad, pero con suma modestia y honestidad.

  Cuando se acercaba la embajada del cielo, ignorándolo ella, estaba en altísima contemplación sobre los misterios que había renovado el Señor en ella con tan repetidos favores los nueve días antecedentes. Y por haberla asegurado el mismo Señor, como arriba dijimos (Cf. supra n.94), que su Unigénito descendería luego a tomar forma humana, estaba la gran Reina fervorosa y alegre en la fe de esta palabra y, renovando sus humildes y encendidos afectos, decía en su corazón:

 ¿Es posible que ha llegado el tiempo tan dichoso en que ha de bajar el Verbo del eterno Padre a nacer y conversar con los hombres (Bar., 3, 38), que le ha de tener el mundo en posesión, que le han de ver los mortales con ojos de carne, que ha de nacer aquella luz inaccesible, para iluminar a los que están poseídos de tinieblas? ¡Oh quién mereciera verle y co­nocerle! ¡Oh quién besara la tierra donde pusiera sus divinas plantas!

 Alegraos, cielos, y consuélese la tierra (Sal., 95, 11),  y todos  eterna­mente le bendigan y alaben, pues ya su felicidad eterna está vecina. ¡Oh hijos de Adán afligidos por la culpa, pero hechuras de mi ama­do, luego levantaréis la cabeza y sacudiréis el yugo de vuestra an­tigua cautividad! Ya se acerca vuestra redención, ya viene vuestra salud. ¡Oh padres antiguos y profetas, con todos los justos que es­peráis en el seno de Abrahán detenidos en el limbo, luego llegará vuestro consuelo, no tardará vuestro deseado y prometido  Reden­tor! Todos le magnifiquemos y cantemos himnos de alabanza.  ¡Oh quién fuera sierva de sus siervas! ¡Oh quién fuera esclava de aquella que Isaías (Is., 7, 14) le señaló por Madre!  ¡Oh Emmanuel, Dios y hombre verdadero! ¡Oh llave de David, que has de franquear los cielos! ¡Oh Sabiduría eterna!  ¡Oh Legislador de la nueva Iglesia! Ven, ven, Se­ñor, a nosotros y libra de la cautividad a tu pueblo, vea toda carne tu salud (Cf. las antífonas mayores, llamadas de la Oh, y el oficio litúrgico del Adviento).

 En estas peticiones y operaciones, y muchas que no alcan­za mi lengua a explicar, estaba María Santísima en la hora que llegó el Ángel San Gabriel. Estaba purísima en el alma, perfectísima en el cuerpo, nobilísima en los pensamientos, eminentísima en santidad, llena de gracias y toda divinizada y agradable a los ojos de Dios, que pudo ser digna Madre suya y eficaz instrumento para sacarle del seno del Padre y traerle a su virginal vientre. Ella fue el pode­roso medio de nuestra redención y se la debemos por muchos títu­los, y por esto merece  que todas  las  naciones y generaciones  la bendigan y eternamente la alaben (Lc., 1, 48). Lo que sucedió con la entrada del embajador celestial diré en el capítulo siguiente.


(Extracto de la obra “Mística Ciudad de Dios”, de la Venerable Sierva de Dios Sor María de Jesús de Ágreda).



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