29 de Septiembre, Fiesta de SAN GABRIEL ARCÁNGEL
¿Se acabó la Revelación Divina?, Sí
y no. Se terminó la Revelación pública, pero no la Revelación privada, si Dios
no pudiera revelarse, manifestarse, darse, entregarse, a sus hijos, sería una religión
muerta como hay tantas en el mundo donde a Dios se lo trata como un obrador de
prodigios en el pasado y un inútil espectador inerte en el presente incapaz de
moverse, revelarse o manifestarse.
En la oración revela su Divina Presencia,
es donde se manifiesta Vivo y Presente, si nos parece que se halla ausente o
demasiado callado, es simplemente porque no oramos o lo hacemos mal, es porque
no lo escuchamos ni lo queremos obedecer, Dios Vive, ¡Vive El Señor!, y por
ello se manifiesta-revela a diario.
CAPITULO 10: Despacha la
Beatísima Trinidad al Santo Arcángel Gabriel que anuncie y evangelice a María
Santísima cómo es elegida para Madre de Dios.
Determinado estaba por infinitos siglos, pero
escondido en el secreto pecho de la sabiduría eterna, el tiempo y hora
conveniente en que oportunamente se había de manifestar en la carne el gran
sacramento de piedad, justificado en el espíritu, predicado a los hombres,
declarado a los ángeles y creído en el mundo (1 Tim., 3, 16).
En esta plenitud de tiempo prefinito determinó
el Altísimo enviar su Hijo unigénito al mundo, y confiriendo —a nuestro modo de
entender y de hablar— los decretos de su eternidad con las profecías y
testificaciones hechas a los hombres desde el principio del mundo, y todo esto
con el estado y santidad a que había levantado a María Santísima, juzgó
convenía todo esto así para la exaltación de su santo nombre y que se
manifestase a los Santos Ángeles la ejecución de esta su eterna voluntad y
decreto y por ellos se comenzase a poner por obra.
Habló Su Majestad al Santo Arcángel Gabriel
con aquella voz o palabra que les intima su santa voluntad. A la insinuación de
la voluntad Divina estuvo presto San Gabriel, como a los pies del trono, y
atento al ser inmutable del Altísimo, y Su Majestad por sí le mandó y declaró
la legacía que había de hacer a María Santísima y las mismas palabras con que
la había de saludar y hablar; de manera que su primer autor fue el mismo Dios, que
las formó en su mente Divina, y de allí pasaron al Santo Arcángel, y por él a
María Purísima. Reveló junto con estas palabras el Señor muchos y ocultos
sacramentos de la encarnación al Santo príncipe Gabriel, y la Santísima
Trinidad le mandó fuese [y] anunciase a la divina doncella cómo la elegía entre
las mujeres para que fuese Madre del Verbo Eterno y en su virginal vientre le
concibiese por obra del Espíritu Santo, y ella quedando siempre virgen; y todo
lo demás que el paraninfo divino había de manifestar y hablar con su gran Reina
y Señora.
Obedeciendo con especial
gozo el soberano príncipe Gabriel al divino mandato, descendió del supremo
cielo, acompañado de muchos millares de Ángeles hermosísimos que le seguían en
forma visible.
La de este gran príncipe y
legado en como de un mancebo elegantísimo y de rara belleza: su rostro tenia
refulgente y despedía muchos rayos de resplandor, su semblante grave y
majestuoso, sus pasos medidos, las acciones compuestas, sus palabras ponderosas
y eficaces y todo él representaba, entre severidad y agrado, mayor deidad que
otros ángeles de los que había visto la divina Señora hasta entonces en aquella
forma.
Llevaba diadema de singular
resplandor y sus vestiduras rozagantes descubrían varios colores, pero todos refulgentes
y muy brillantes, y en el pecho llevaba como engastada una cruz bellísima que
descubría el misterio de la encarnación a que se encaminaba su embajada, y
todas estas circunstancias solicitaron más la atención y afecto de la
prudentísima Reina.
La persona de esta divina Reina era dispuesta
y de más altura que la común de aquella edad en otras mujeres, pero muy elegante del cuerpo, con suma
proporción y perfección:
el rostro más largo que redondo, pero
gracioso, y no flaco ni grueso, el color claro
y tantito moreno;
la frente espaciosa
con proporción; las cejas en arco perfectísimas; los ojos
grandes y graves, con increíble e indecible hermosura y columbino
agrado, el color
entre negro y verde oscuro; la
nariz seguida y perfecta; la boca pequeña y los labios colorados y sin extremo
delgados ni gruesos; y toda ella en estos
dones de naturaleza era tan proporcionada y hermosa
que ninguna otra criatura humana lo fue tanto. El mirarla causaba a un
mismo tiempo alegría y reverencia, afición
y temor reverencial; atraía el
corazón y le detenía en una suave veneración; movía para alabarla y enmudecía
su grandeza y muchas gracias y perfecciones; y causaba en todos los que
advertían divinos efectos que no se pueden fácilmente explicar; pero llenaba
el corazón de celestiales influjos y movimientos divinos que encaminaban a
Dios.
Su vestidura era humilde, pobre y limpia, de
color plateado, oscuro o pardo que tiraba a color de ceniza, compuesto y
aliñado sin curiosidad, pero con suma modestia y honestidad.
Cuando se acercaba la embajada del cielo,
ignorándolo ella, estaba en altísima contemplación sobre los misterios que
había renovado el Señor en ella con tan repetidos favores los nueve días
antecedentes. Y por haberla asegurado el mismo Señor, como arriba dijimos (Cf.
supra n.94), que su Unigénito descendería luego a tomar forma humana, estaba la
gran Reina fervorosa y alegre en la fe de esta palabra y, renovando sus
humildes y encendidos afectos, decía en su corazón:
¿Es posible que ha llegado el tiempo tan
dichoso en que ha de bajar el Verbo del eterno Padre a nacer y conversar con
los hombres (Bar., 3, 38), que le ha de tener el mundo en posesión, que le han
de ver los mortales con ojos de carne, que ha de nacer aquella luz inaccesible,
para iluminar a los que están poseídos de tinieblas? ¡Oh quién mereciera verle
y conocerle! ¡Oh quién besara la tierra donde pusiera sus divinas plantas!
Alegraos, cielos, y consuélese la tierra
(Sal., 95, 11), y todos eternamente le bendigan y alaben, pues ya su
felicidad eterna está vecina. ¡Oh hijos de Adán afligidos por la culpa, pero
hechuras de mi amado, luego levantaréis la cabeza y sacudiréis el yugo de
vuestra antigua cautividad! Ya se acerca vuestra redención, ya viene vuestra
salud. ¡Oh padres antiguos y profetas, con todos los justos que esperáis en el
seno de Abrahán detenidos en el limbo, luego llegará vuestro consuelo, no
tardará vuestro deseado y prometido
Redentor! Todos le magnifiquemos y cantemos himnos de alabanza. ¡Oh quién fuera sierva de sus siervas! ¡Oh
quién fuera esclava de aquella que Isaías (Is., 7, 14) le señaló por
Madre! ¡Oh Emmanuel, Dios y hombre
verdadero! ¡Oh llave de David, que has de franquear los cielos! ¡Oh Sabiduría
eterna! ¡Oh Legislador de la nueva
Iglesia! Ven, ven, Señor, a nosotros y libra de la cautividad a tu pueblo, vea
toda carne tu salud (Cf. las antífonas mayores, llamadas de la Oh, y el oficio
litúrgico del Adviento).
En estas peticiones y operaciones, y muchas que
no alcanza mi lengua a explicar, estaba María Santísima en la hora que llegó
el Ángel San Gabriel. Estaba purísima en el alma, perfectísima en el cuerpo,
nobilísima en los pensamientos, eminentísima en santidad, llena de gracias y
toda divinizada y agradable a los ojos de Dios, que pudo ser digna Madre suya y
eficaz instrumento para sacarle del seno del Padre y traerle a su virginal
vientre. Ella fue el poderoso medio de nuestra redención y se la debemos por
muchos títulos, y por esto merece que
todas las naciones y generaciones la bendigan y eternamente la alaben (Lc., 1,
48). Lo que sucedió con la entrada del embajador celestial diré en el capítulo
siguiente.
(Extracto de la obra
“Mística Ciudad de Dios”, de la Venerable Sierva de Dios Sor María de Jesús de
Ágreda).
No hay comentarios.:
Publicar un comentario